martes, noviembre 18, 2008

El cuidador de rebaños



















No creo en Dios porque nunca lo he visto.
Si el quisiera que yo creyera en él,
seguro que vendría a hablar conmigo
y entraría por mi puerta diciéndome: ¡Aquí estoy!
Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el sol y la luna,
entonces creo en él,
entonces creo en él a todas horas
y mi vida entera es una oración y una misa
y una comunión por los ojos y por los oídos.

Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y la luna y el sol,
¿por qué llamarle Dios?
Le llamo flores y árboles y montes y sol y luna;
porque si él se hizo, para que yo lo viese,
sol y luna y flores y árboles y montes,
si se me aparece como árboles y montes
y luz de luna y sol y flores
es porque quiere que lo conozca
como árboles y montes y flores y luz de luna y sol.

Y por eso yo le obedezco
(¿qué más sé yo de Dios que Dios de sí mismo?),
le obedezco viviendo, espontáneamente,
como quien abre los ojos y ve,
y le llamo luz de luna y sol y árboles y montes,
y lo llamo sin pensar en él,
y pienso en él viendo y oyendo,
y ando con él a todas horas.


El cuidador de rebaños
Alberto Caeiro

domingo, octubre 19, 2008

... de todas mis heridas

Abre tus garras y guía mi voluntad con tus espinas.


viernes, octubre 03, 2008

Diario de un hombre celoso

Me gustaría escribir acerca de una pasión humana y entre aquellas que he conocido más de cerca, la inspirada por los celos es la más intensa, y tambien la más misteriosa. A tal punto creo que los celos son misteriosos que quien ha logrado dominarlos y desterrarlos de su vida no merece llamarse humano. Para describir lo que una pasión significa no pude tener más fortuna que encontrarme con estas palabras de Sándor Márai: “La pasión no conoce el lenguaje de la razón, ni sus argumentos. Para una pasión es completamente indiferente lo que reciba de la otra persona; quiere mostrarse por completo, quiere hacer valer su voluntad, incluso aunque no reciba a cambio más que buenos sentimientos. Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza, porque en ese caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias”. Justo eso sucede con los celos, en cuanto más profundos o verdaderos son, más desesperados se vuelven. La vida se trastorna, el desosiego se instala en el espíritu como en una casa apunto de derrumbarse, se pierde la libertad y uno desea que el mundo se detenga un momento durante toda la eternidad: el tiempo deja de ser la suma de los movimientos para transformarse en ansiedad perpetua, en presentimiento de la muerte. A mi no me causa vergüenza revelarme como un hombre celoso, incluso me siento afortunado porque nunca antes había sentido la vida tan próxima, la respiración de un tigre en mi cuello o como el anuncio de la muerte más cruel. Al mismo tiempo sé que los celos son una señal del amor enfermo, el único que me interesa, el único que me lleva a sentir el peso de vivir. Quiero creer que un celoso verdadero no culpa a nadie de sus pasiones: sabe que jamás poseerá por completo lo deseado, pero no se conforma, al contrario, entra sin dudar a un bosque oscuro de donde jamás volverá a salir, conoce su destino y lo afronta con convicción, como un sentenciado que se ha acostumbrado a la imagen del cadalso.

Por otra parte, la vida cotidiana de un hombre celoso, como es mi caso, no conoce la calma ni la mesura: inventa rivales, desconfía de los perros, de las amistades más arraigadas, escucha merodear los pasos de los amantes por las noches, descubre sus miradas lascivas cuando el sol ilumina con más intensidad los rostros, resuelve enigmas, lenguajes que su mujer a construido a sus espaldas, encuentra vestigios de su traición en el menos de sus titubeos, y si esto no resulta, entonces la empuja a ser de otros, a no pertenecerle, a encarnar en su destino la tragedia enunciada. ¡Que manera tiene la vida de expresarse!, la más acabada de mis novelas carece de valor junto a las historias que imagino cuando ella se marcha. Es cuando más la deseo: cuando se convierte en ausencia que pesa más que una montaña. Y nadie, por más cuerdo o sabio que sea podrá convencerme de que no he sido engañado. Ella siempre estará dispuesta a ofrecerse, a ser mirada, a buscar la aceptación de su belleza, y lo que es peor: se hallará siempre dispuesta a cumplir hasta el más minucioso de mis temores. Que valor puede tener una pasión si no es desesperada, incurable, si no es siquiera capaz de echar a perder la vida de lo que más se quiere: tortuoso camino hacia la muerte, amor que sólo se consuela en la destrucción.

Sé que me he expresado con una vehemencia en exceso romántica, pero no encuentro manera más adecuada para describir una pasión semejante. La amistad es un servicio, un sacrificio en silencio que sólo duele cuando termina, pero los celos por una mujer nos dan noticias de la vida misma. En mi experiencia los celos interpretan el único amor posible, el que no se pervierte ni se vuelve mediocre: deseo entrar en ella por toda la eternidad, deseo habitar mi propia casa, mi cobijo, y tengo miedo de que los enemigos ocupen mi espacio mientras duermo ¿No es acaso este uno de los sentimientos más humanos? Pero los celos te condenan a la soledad, a encarnar a un ser incompleto que nunca conocerá la paz. Afrontar una pasión verdadera, sumergirse en ella es comprender el mundo de la naturaleza humana y saber que una pasión no se domina, acaso se aprende a vivir bajo su sombra

dia siete
Guillermo Fadanelli

lunes, septiembre 15, 2008

Luvina

De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.


...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.


-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.



-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...



-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.


“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”


Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:


-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.



“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.



El llano en llamas
Juan Rulfo

Caedum

Sustantivo con nominativo de singular en -es, que en su vacilación al pasar a la tercera declinacion, adopto el genitivo plural en -um.