lunes, noviembre 30, 2009

If I turn into another

If I turn into another
Dig me up from under what is covering
The better part of me

domingo, septiembre 20, 2009

Era Estupendo Quemar

Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.

Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre burlado y rechazado por las llamas.

En las últimas noches, había tenido sensaciones inciertas respecto a la acera que quedaba al otro lado aquella esquina, moviéndose a la luz de las estrellas hacia su casa. Le había parecido que, un momento antes de doblarla, allí había habido alguien. El aire parecía lleno de un sosiego especial, como si alguien hubiese aguardado allí, silenciosamente, y sólo un momento antes de llegar a él se había limitado a confundirse en una sombra para dejarle pasar. Quizá su olfato detectase débil perfume, tal vez la piel del dorso de sus manos y de su rostro sintiese la elevación de temperatura en aquel punto concreto donde la presencia de una persona podía haber elevado por un instante, en diez grados, la temperatura de la atmósfera inmediata. No había modo de entenderlo. Cada vez
que doblaba la esquina, sólo veía la cera blanca, pulida, con tal vez, una noche, alguien desapareciendo rápidamente al otro lado de un jardín antes de que él pudiera enfocarlo con la mirada o hablar.

Pero esa noche, Montag aminoró el paso casi hasta detenerse. Su subconsciente, adelantándosele a doblar la esquina, había oído un debilísimo susurro. ¿De respiración? ¿0 era la atmósfera, comprimida únicamente por alguien que estuviese allí muy quieto, esperando?

Montag dobló la esquina.

Las hojas otoñales se arrastraban sobre el pavimento iluminado por el claro de luna. Y hacían que la muchacha que se movía allí pareciese estar andando sin desplazarse, dejando que el impulso del viento y de las hojas la empujara hacia delante. Su cabeza estaba medio inclinada para observar cómo sus zapatos removían las hojas arremolinadas. Su rostro era delgado y blanco como la leche, y reflejando una especie de suave ansiedad que resbalaba por encima de todo con insaciable curiosidad. Era una mirada, casi, de pálida sorpresa; los ojos oscuros estaban tan fijos en el mundo que ningún movimiento se les escapaba. El vestido de la joven era blanco, y susurraba. A Montag casi le pareció oír el movimiento de las manos de ella al andar y, luego, el sonido infinitamente pequeño, el blanco rumor de su rostro volviéndose cuando descubrió que estaba a pocos pasos de un hombre inmóvil en mitad de la acera, esperando.

Los árboles, sobre sus cabezas, susurraban al soltar su lluvia seca. La muchacha se detuvo y dio la impresión de que iba a retroceder, sorprendida; pero, en lugar de ello, se quedó mirando a Montag con ojos tan oscuros, brillantes y vivos, que él sintió que había dicho algo verdaderamente maravilloso. Pero sabía que su boca sólo se había movido para decir adiós, y cuando ella pareció quedar hipnotizada por la salamandra bordada en la manga de él y el disco de fénix en su pecho, volvió a hablar.

-Claro está -dÍjo-, usted es la nueva vecina, ¿verdad?
-Y usted debe de ser -ella apartó la mirada de los símbolos profesionales- el bombero.

La voz de la muchacha fue apagándose.
-¡De qué modo tan extraño lo dice!
-Lo... Lo hubiese adivinado con los ojos cerrados -prosiguió ella, lentamente-.
-¿Por qué? ¿Por el olor a petróleo? Mi esposa siempre se queja -replicó él, riendo-
. Nunca se consigue eliminarlo por completo.
-No, en efecto -repitió ella, atemorizada-.

Montag sintió que ella andaba en círculo a su alrededor, le examinaba de extremo
a extremo, sacudiéndolo silenciosamente y vaciándole los bolsillos, aunque, en realidad, no se moviera en absoluto.

-El petróleo -dijo Montag, porque el silencio se prolongaba- es como un perfume para mí.
-¿De veras le parece eso?
-Desde luego. ¿Por qué no?

Ella tardó en pensar.

-No lo sé. -Volvió el rostro hacia la acera que conducía hacia sus hogares-. ¿Le importa que regrese con usted? Me llamo Clarisse McClellan.
-Clarisse. Guy Montag. Vamos, ¿Por qué anda tan sola a esas horas de la noche
por ahí? ¿Cuántos años tiene?

Anduvieron en la noche llena de viento, por la plateada acera. Se percibía un debilísimo aroma a albaricoques y frambuesas; Montag miró a su alrededor y se dio cuenta de que era imposible que pudiera percibirse aquel olor en aquella época tan avanzada del año.

Sólo había la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como la nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando las preguntas que él le había formulado, buscando las mejores respuestas.

-Bueno -le dijo ella por fin-, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tío dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunta la edad, dice, contesta siempre: diecisiete años y loca. ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.

Volvieron a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:
-¿Sabe? No me causa usted ningún temor.
Él se sorprendió.
-¿Por qué habría de causárselo?
-Les ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...

Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las líneas alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de ámbar violeta que pudiesen capturarle y conservarle intacto. El rostro de la joven, vuelto ahora hacia él, era un frágil cristal de leche con una luz suave y constante en su interior. No era la luz histérica de la electricidad, sino... ¿Qué? Sino la agradable, extraña y parpadeante luz de una vela. Una vez, cuando él era niño, en un corte de energía, su madre había encontrado y encendido una última vela, y se había producido una breve hora de redescubrimiento, de una iluminación tal que el espacio perdió sus vastas dimensiones Y se cerró confortablemente alrededor de ellos, transformados, esperando ellos, madre e hijo, solitario que la energía no volviese quizá demasiado Pronto...
Faherenheit 451
Ray Bradbury

sábado, septiembre 05, 2009

Los teólogos (fragmento)



Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar su propio trabajo; luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después, cuando se juntó con el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran toda las hogueras que he sido, no cabrían en la Tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas.

Cayó la Rueda ante la Cruz, pero Aureliano y Juan prosiguieron su batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban con el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia christiana de Cosmas, que enseña que la Tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo. Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa herejía. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del señor, en Cesárea, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos.

En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6:12 ("perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores") y 11:12 ("el reino de los cielos padece fuerza") para demostrar que la Tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13:12 ("vemos ahora por espejo, en oscuridad") para demostrar que todo lo que vemos es falso. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan en reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme; si fornicamos, el otro es casto; si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discurrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibilidades: ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (cometer) los actos más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cumplirse en cada hombre. Los más, como Pitágoras, deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos, los proteicos, "en el término de una sola vida, son leones, son dragones, son jabalíes, son agua y son un árbol". Demóstenes refiere la purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los proteicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12:59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo: "Yo he venido para que tenga vida los hombres y para que la tengan en abundancia"(Juan 10:10). También decían que no ser un malvado es una soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías urdieron los histriones; unos predicaron el ascetismo; otros la licencia, todos la confusión. Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábulas: dijo que cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo.


El aleph
J.L. Borges

sábado, agosto 29, 2009

Vendetta

El antifaz de la venganza

El Diccionario de la Real Academia Española define venganza como "la satisfacción que se toma del agravio recibido". La venganza implica, según esta definición, una relación bilateral entre el autor de un agravio y aquel que, habiéndolo recibido, agravia a su vez al agresor convirtiéndolo en agredido, para igualar los tantos.

La relación entre los seres humanos siempre incluye una "cuenta" que, como toda cuenta, contiene una columna del "debe" y otra del "haber". Cuando alguien ofende a otro, contrae con él una deuda que éste pretende cobrar inscribiendo su propio "débito" en un sentido contrario, para que las columnas del "debe" y el "haber" queden nuevamente balanceadas.

En un mundo ideal, si el ofendido contrajera el mismo débito que figuraba en la columna del ofensor, reinaría entre ambos una situación de justicia, definida a su vez por el diccionario como "aquello que debe hacerse según la razón". Pero ocurre con frecuencia que el vengador, al replicar la ofensa recibida, no se comporta como un ser racional que mide objetivamente la ofensa recibida sino como un vengativo que busca una compensación excesiva por el mal recibido.

El agravio que devuelve el "vengativo" a su agresor es mayor que el que recibió de él con lo cual, en vez de igualar las cuentas, las desiguala otra vez. En tal caso las cuentas vuelven a desbalancearse, otorgándole al agresor original un nuevo crédito que éste, si también es vengativo, devuelve a su vez con creces a su ofendido-ofensor. De ahí en más la relación bilateral entre ambos, desequilibrándose reiteradamente, se convierte en un cuento de nunca acabar.

Hay sólo dos maneras de interrumpir esta secuencia "en serrucho" de las venganzas interminables. Una es que alguno de los ofendidos, recurriendo al consejo de todas las grandes religiones, perdone a su ofensor "poniendo la otra mejilla" e induciéndolo así a tomar la misma actitud de superación moral.

La otra manera de cortar la creciente violencia entre el ofendido y el ofensor, es que se interponga entre ambos un árbitro, un tercero imparcial. Es entonces cuando la relación bilateral de la venganza se convierte en una relación trilateral, cuando la justicia reemplaza a la venganza y la paz resulta posible. Por eso, Adam Smith definió la justicia como "la venganza, sólo en la medida en que es aceptable para un tercero imparcial".

Venganza diferida

Dos notas adicionales caracterizan a la venganza de los vengativos. Una, que entre la ofensa original y la respuesta agresiva medie un tiempo en cuyo transcurso madure el resentimiento. Si el ofensor y el ofendido se agredieran simultáneamente, en efecto, también se agotaría el furor de su combate. Así pasó, por ejemplo, con la reconciliación entre los franceses y los alemanes no bien terminada la Segunda Guerra Mundial. Pero si el agredido no puede responder en el acto a la agresión de la que es objeto, es entonces cuando, desde el recuerdo insoportable de su cruel derrota, se multiplican y se extreman las imágenes que, alimentadas en el curso de una larga memoria, desembocarán finalmente en la temida venganza. Porque el resentimiento, como anotó en su magistral estudio Max Scheler, es en el fondo una venganza diferida.

La segunda nota adicional que habría que registrar aquí es que, cuando la venganza al fin estalla después de un largo tiempo de acumulación, es elaborada por los ofendidos bajo la apariencia de un reclamo de justicia . Este reclamo al que alimentó un largo resentimiento, ¿sería aceptado por un tercero imparcial?

Si lo que ahora se desarrolla ante nuestros ojos no es la acción de una justicia capaz de superar los odios sino una venganza que apenas se disfraza con el antifaz de la justicia, también habría que temer que aquellos a quienes hoy se persigue estén madurando lentamente su propia venganza

viernes, junio 26, 2009

Los dos reyes y los dos laberintos


Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mando a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.


sábado, mayo 09, 2009

Palabras malditas

En nuestro lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin contenido claro, y a cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones.

Palabras malditas, que sólo pronunciamos en voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos. Confusamente reflejan nuestra intimidad: las explosiones de nuestra vitalidad las iluminan y las depresiones de nuestro ánimo las oscurecen. Lenguaje sagrado, como el de los niños, la poesía y las sectas. Cada letra y cada sílaba están animadas de una vida doble, al mismo tiempo luminosa y oscura, que nos revela y oculta. Palabras que no dicen nada y dicen todo.


El laberinto de la soledad
Octavio Paz



domingo, marzo 08, 2009

Capitulo II

“Guardería infantil. Sala de condicionamiento Neopavloviano”, anunciaba el rotulo de la entrada.

El director abrió una puerta y entraron en una amplia estancia vacía, muy brillante y soleada porque la pared orientada hacia el sur era un cristal de punta a punta. Media docena de enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias también blancas, disponían jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubines, pero no exclusivamente rosados y arios bajo aquella luz brillante, sino también luminosamente chinos y mexicanos y hasta apopléjicos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, con la póstuma blancura del mármol.

Cuando el DIC entró, las enfermeras se cuadraron rápidamente.

-Coloque los libros –ordenó el director.

En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: en una fila los libros infantiles se abrieron y mostraron de forma llamativa alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.

-Y ahora traigan a los niños.

Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica y un crío de ocho meses en cada uno. Todos eran exactamente iguales, como correspondía a un grupo Bokanovsky, y todos vestían de color caqui porque pertenecía a la casta Delta.

-Póngalos en el suelo.

Los carritos fueron descargados.

-Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores y los libros.

Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de los críos que gateaban llegaron pequeños grititos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.

-¡Estupendo! –exclamó-. Ni hecho a propósito.

Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas ilustradas de los libros. El director esperó hasta verlos a todos alegremente atareados. Entonces dijo:

-Fíjense bien.

La enfermera jefe, que estaba de pie junto a un cuadro de mandos al otro extremo de la sala, bajó una pequeña palanca.

Se produjo una violenta explosión. Cada vez más aguda, empezó a sonar una sirena. Los timbres de una alarma se dispararon ruidosamente.

Los chiquillos se sobresaltaron y rompieron a gritar; sus rostros estaban convulsos de terror.
-Y ahora –gritó el director porque el estruendo era ensordecedor-, pasaremos a reforzar la lección con un pequeño electroshock.

Volvió a hace una señal con la mano y la enfermera jefe pulsó otra palanca. Los chillidos de los pequeños cambiaron súbitamente de tono. Había algo casi demencial en los gritos agudos, espasmódicos, que brotaban de sus labios. Sus cuerpecitos se retorcían y cobraban rigidez; sus miembros se agitaban bruscamente, como obedeciendo a un calambre.

-Podemos electrificar toda esta zona del suelo –gritó el director, como explicación-. Pero ya basta.

Las explosiones cesaron, los timbres enmudecieron y el zumbido de la sirena disminuyó de tono hasta reducirse al silencio. Los cuerpecillos rígidos y retorcidos se relajaron, y lo que había sido el sollozo y el aullido de unos niños desatinados volvió a convertirse en un llanto normal inspirado por el miedo.

-Vuelvan a ofrecerles las flores y los libros.

Las enfermeras obedecieron, pero ante la proximidad de las rosas, nada más ver las alegres y coloreadas imágenes de los gatitos, los gallos y las ovejas, los niños se apartaron con horror, y el volumen de su llanto aumentó de repente.

-Observen –dijo el director, en tono triunfal-, observen con atención.

Libros y ruidos fuertes, flores y descargas eléctricas; en la mente de aquellos niños ambas cosas se hallaban ya fuertemente relacionadas entre sí, y al cabo de doscientas repeticiones de la misma o parecida lección formarían ya una unión indisoluble. Lo que el hombre ha unido, la naturaleza no puede separarlo.

-Crecerán con lo que los psicólogos llaman un odio “instintivo” hacia los libros y las flores.

Reflejos condicionados definitivamente. Estarán a salvo de los libros y de la botánica para toda su vida. –El director se volvió hacia las enfermeras-. Llévenselos.

Llorando todavía, los niños vestidos de caqui fueron cargados de nuevo en los carritos y retirados de la sala, dejando tras de sí un olor a leche agria y un agradable silencio.


Un mundo feliz
Aldous Huxley

viernes, febrero 13, 2009

Poema XV


Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.



Veinte poemas de amor y una canción desesperada
Pablo Neruda




lunes, febrero 09, 2009

VIII y IX

VIII

Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde.

Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir el sol se mostró espléndida.

La flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:

—¡Ah, perdóname… apenas acabo de despertarme… estoy toda despeinada…!

El principito no pudo contener su admiración:

—¡Qué hermosa eres!

—¿Verdad? —respondió dulcemente la flor—. He nacido al mismo tiempo que el sol.

El principito adivinó exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!

—Me parece que ya es hora de desayunar — añadió la flor —; si tuvieras la bondad de pensar un poco en mí...

Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.

Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro espinas, dijo al principito:

—¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
—No hay tigres en mi planeta —observó el principito— y, además, los tigres no comen hierba.
—Yo nos soy una hierba —respondió dulcemente la flor.
—Perdóname...
—No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta —pensó el principito—. Esta flor es demasiado complicada…"

—Por la noche me cubrirás con un fanal… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto;allá de donde yo vengo…

La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del principito.

—¿Y el biombo?
—Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…

Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.

De esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.

"Yo no debía hacerle caso —me confesó un día el principito— nunca hay que hacer caso a las flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso… Aquella historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme".

Y me contó todavía:

“¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".


IX


Creo que el principito aprovechó la migración de una bandada de pájaros silvestres para su evasión. La mañana de la partida, puso en orden el planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas.

Tenía, además, un volcán extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca se sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien deshollinados, arden sus erupciones, lenta y regularmente. Las erupciones volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.

El principito arrancó también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que no iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de llorar.

—Adiós —le dijo a la flor. Esta no respondió.
—Adiós —repitió el principito.

La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.

—He sido una tonta —le dijo al fin la flor—. Perdóname. Procura ser feliz.

Se sorprendió por la ausencia de reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no comprendiendo esta tranquila mansedumbre.

—Sí, yo te quiero —le dijo la flor—, ha sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene importancia. Y tú has sido tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo quiero.
—Pero el viento...
—No estoy tan resfriada como para... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
—Y los animales...
—Será necesario que soporte dos o tres orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las temo: yo tengo mis garras.

Y le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas. Luego añadió:

—Y no prolongues más tu despedida. Puesto que has decidido partir, vete de una vez.

La flor no quería que la viese llorar: era tan orgullosa...


El principito
Antoine de Saint-Exupéry



martes, enero 06, 2009

La escritura de dios



Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."

Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.

Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra...


El aleph
Jorge Luis Borges