viernes, enero 01, 2010

La bruja de Abril



En el aire, sobre los valles, bajo las estrellas, sobre un rio, un estanque, un camino, volaba Cecy. Invisible como los nuevos vientos de la primavera, fragante como el aroma de los tréboles que se alzaba en los campos a la tarde, ella volaba. Se deslizaba en palomas suaves como el armiño blanco, se detenia en los árboles y vivía en los capullos, abriéndose en pétalos cuando soplaba la brisa. Se posaba en una rana verde, fresca como la menta, a orillas de un charco brillante. Trotaba en un perro Zarzoso y ladraba para oir ecos que venían de graneros lejanos. Vivía en las nuevas hierbas de abril, en suaves y claros líquidos que se alzaban de la tierra de almizcle.

Es primavera, pensaba Cecy. Esta noche estaré en todas las cosas vivas del mundo. Ahora vivía en grillos claros en los arroyos de alquitrán de los caminos, ahora caía como el rocio en una verja de hierro. Era la suya una mente que se adaptaba con rapidez, y volaba invisible en los vientos de Illinois esta noche única de su vida. Acababa de cumplir diecisiete años.

— Quiero enamorarme -dijo.

Lo había dicho a la hora de la cena. Y sus padres habían abierto los ojos y se habían reclinado tiesamente en sus sillas.

— Cuidado -le habían aconsejado-. Recuerda que eres una criatura notable. Toda nuestra familia es rara y notable. No podemos mezclarnos o casarnos con gente ordinaria. Perderíamos nuestros poderes mágicos si lo hiciésemos. ¿No te gustaría no poder "viajar" por medios mágicos, no es verdad? Entonces, cuidado. ¡Cuidado! Pero en su alto dormitorio, Cecy se había perfumado la garganta, y se había tendido temblorosa y aprensiva en su carruaje de cuatro caballos, como una luna de leche que se alza sobre los campos de Illinois, transformando los ríos en cremas y los caminos en platino.

— Sí -suspiró-. Soy de una familia rara. Dormimos de día y volamos de noche como cometas negras en el viento. Si lo deseamos, podemos dormir en un topo durante el invierno, en la tibia tierra. Puedo vivir en cualquier cosa: un guijarro, una flor de azafrán, o una manta religiosa. Puedo abandonar mi cuerpo simple y huesudo y lanzar mi mente a la aventura. ¡Ahora!

El viento la llevó sobre campos y praderas.

Cecy vio las cálidas luces primaverales de mansiones y granjas que brillaban con colores crepusculares.

Yo no puedo enamorarme porque soy sencilla y rara, pero me enamoraré por medio de alguna otra, pensó.

En los campos de una granja, en la noche de primavera, una muchacha de pelo oscuro, de no más de diecinueve años, sacaba agua de un profundo pozo de piedra, y cantaba.

Cecy cayó -una hoja verde- en el pozo. Se tendió en el tierno musgo del pozo, mirando hacia arriba en la sombría frescura. Luego se animó en una palpitante e invisible ameba. ¡Luego en una gota de agua! Al fin, en un tazón frío, se sintió llevada a los tibios labios de la muchacha. Se oyó un suave y nocturno sonido; la muchacha bebía.

Cecy miró el mundo desde los ojos de la muchacha. Desde el interior de la oscura cabeza, desde los ojos brillantes, miró las manos que tiraban de la tosca cuerda. Escuchó a través de las orejas de caracol el mundo de la muchacha. Olió un particular universo por la delicada nariz, sintió que aquel corazón especial batía y batía. Sintió que aquella lengua extraña se movía cantando.

¿Sabrá que estoy aqui?, pensó Cecy


Las doradas manzanas del Sol
Ray Bradbury





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